Aquella noche en su edificio de oficinas fue algo nuevo para nosotros. Ya habíamos pasado tiempo juntos, pero era la primera vez que me adentraba en su mundo, en sus dominios. En cierto modo, siempre había sido un misterio, el tipo de hombre que deja que sus acciones hablen por sí solas. Pero verle en su elemento, caminando por su propiedad con soltura y propiedad, añadía una nueva capa de intriga. Era el dueño de todo el edificio, de cada habitación, de cada pasillo, y cada detalle reflejaba su éxito. Un emprendedor negro con más proyectos en sus manos de los que yo podría contar. Era muy agudo, pero discreto, nunca ostentoso, nunca exagerado. Tenía ese poder silencioso, de los que se sienten más que se ven. Y caminando por el lugar con él, se hizo evidente que esto no era sólo otro edificio de oficinas. Era una parte de él, una extensión de la visión que había estado construyendo durante años. Cuando me pidió que nos reuniéramos allí aquella noche, me pareció algo informal, como una velada más juntos. Pero en cuanto entré, supe que no iba a ser una noche normal. El edificio estaba vacío, el débil zumbido de las máquinas y las luces fluorescentes llenaba el ambiente. Me enseñó las instalaciones, con una voz entre orgullosa y juguetona, mientras me explicaba los equipos industriales y científicos que había por todas partes. La mitad de los términos que utilizaba se me escapaban, pero no importaba. Lo que importaba era cómo le brillaban los ojos al hablar, cómo se movía por el espacio como si fuera su reino. "No te importa nada de esto, ¿verdad?", me preguntó, volviéndose hacia mí con esa sonrisa socarrona que tanto me gustaba. Antes de que pudiera responder, añadió: "No pasa nada. No te he traído aquí por eso". Sus palabras flotaron en el aire, pesadas y deliberadas. Se acercó y, de repente, el inmenso y silencioso edificio me pareció increíblemente pequeño. "Te quería aquí porque quería saborearte", dijo, con voz grave y atrayente. "Y este lugar... me pareció perfecto". El entorno industrial, con sus líneas limpias y bordes fríos, era el último lugar donde esperaría intimidad. Pero, de algún modo, lo hizo funcionar. Había algo emocionante, algo crudo y eléctrico. Tenía una forma de hacer que lo desconocido resultara excitante, de convertir lo mundano en algo inolvidable. Después, nos quedamos. No me metió prisa, no miró el reloj ni se excusó diciendo que tenía que cerrar. En lugar de eso, se recostó contra uno de los pupitres, con la camisa a medio abrochar y una sonrisa perezosa. "¿Qué te parece?", preguntó, señalando la habitación. "Te queda bien", dije, y lo dije en serio. El edificio no era sólo un espacio; era un reflejo de él, de su ambición, de su empuje, de su falta de voluntad para conformarse con menos de lo que quería. Cuando por fin cerró las puertas y nos fuimos, me sorprendió preguntándome si podía venir a mi casa. "Déjame pasar la noche", me dijo, como si fuera lo más natural del mundo. Y así lo hice. Me siguió hasta el Airbnb en el que me alojaba, sabiendo que allí vería la misma seguridad en sí mismo, la misma capacidad para hacer suyo cualquier espacio. Aquella noche no se trataba sólo de nosotros; se trataba de entrar en su mundo y ver hasta qué punto era capaz de meterme en él. Al día siguiente le hice llegar tarde al trabajo.
